Danzón. Tarde de viernes en Guanajuato


Camino por Guanajuato. Recorro cada rincón de la ciudad que me acogió cuando llegué a México en el 2004. Llego a la Plazuela San Fernando. Son las cinco de la tarde, el sol ya no quema. Unas ocho parejas de “adultos mayores” –vaga, ambigua y discutible clasificación etárea-, han tomado el centro de la plaza. En una esquina, un joven administra el panel de control musical, y va poniendo deliciosos danzones y algún Cha-cha-cha.

Las parejas se reparten por todo el centro, miran ceremoniosamente al frente, se toman de la mano con delicadeza, se voltean para quedar frente a frente, el varón pone la mano en la cintura de la dama y ésta responde con su la suya en el hombro -todo guardando escrupulosa distancia- y comienza el movimiento.

Aunque todos comparten las reglas básicas, cada pareja personifica su propuesta. Unos bailan con toque de salón urbano, otros al estilo veracruzano, y alguno con pasos con un dejo de la música disco de los 80. Detengo mi atención en algunos de ellos.

Una sobria pareja vestida casi igual: él con camisa y ella con blusa blancas; él pantalón y ella vestido negros; zapatos de charol, ella de tacones y una leve enagua bordada que sobresale unos centímetros debajo de la falda. Ambos peinados canos, él bien recortado y afeitado y ella con un sofisticado moño en la cabeza, aretes, anillos y una delicada pulsera plateada.

Otros más bien optaron por el color. Él un pantalón claro sin una sola mancha y camisa celeste, bien planchada, cinturón negro igual que los zapatos. Ella un vestido de una sola pieza, tela delgada y fresca, verde acuoso claro con adornos verde oscuro. Una discreta diadema, pelo corto, un collar delgado que hace juego con los aretes y sandalias. Al lado suyo otros danzantes que juegan entre la elegancia y el seducción. Él con guayabera blanca, pantalón beige, zapatos cafés y lentes oscuros. Ella con sandalias negras igual que el vestido de una sola pieza que le llega encima de la rodilla, un chaleco plomo bien tallado a media cintura, peinado de peluquería, finos aretes pequeños, sin collar, el cuello dejando el libre paseo de la mirada. Un toque: los lentes colgados en el pecho.

Una pareja ofrece algo nuevo. Su origen parece más popular. Ella es más alta, tiene una blusa lila jaspeada estilo leopardo con los felinos impresos en contraste negro a la altura de la cintura. Vestido y zapatos negros, más cómodos que elegantes. Seria, no sonríe, se concentra. No lleva collares ni anillos, sólo una pequeña bolsa-billetera colgada en el cuello. El varón tiene una polera color crema con rayas azules en los hombros y el cuello, pantalón “de vestir” plomo y un reloj. El glamour que les falta en el vestuario les sobra en el baile, lo hacen con una elegancia y técnica que destacan de los demás.

Cada uno carga su sello de clase, su historia, su género, su trayectoria, su relación con el baile, sus décadas vividas -que no son pocas-. Todo eso, la cadencia del danzón, el paisaje urbano guanajuatense y los cuerpos en movimiento, hacen de esta tarde de viernes algo inolvidable.

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