Viaje al Líbano


Llegué tarde a un texto que hace rato me esperaba: Memoria de Líbano, de Carlos Martínez Assad (Océano, 2003).  Lo había buscado en varias ocasiones, pero sólo di con él hace algunas semanas, en un paseo por la librería El Sótano, en la Ciudad de México.  Son distintas las razones de mi deleite. Se trata de un relato íntimo, familiar, analítico e histórico a la vez, del autor mexicano de origen libanés.  Es un largo cuaderno de viaje donde Martínez Assad dialoga con su madre, con su abuelo, con aquellos deliciosos recuerdos de las historias familiares donde sus antecesores dibujaban un mundo mágico y fantástico que el autor, hijo y nieto, sólo pudo descubrir físicamente años más tarde, en dos viajes que son la base del texto.

El viaje del escritor resulta entonces tanto un desplazamiento físico hasta el país de su madre, como al laberinto de sus sentimientos y recuerdos personales.  Cuanto más penetra en el Líbano, más se atraviesa él mismo.  Es un movimiento territorial y emocional a la vez, material y espiritual.  Y entre tanto, un escenario histórico que nos sitúa a quienes no conocemos el lugar ni su pasado.

Martínez Assad se introduce así a la formación misma de la identidad de los viajeros, o más bien de los migrantes, de aquellos que dejan y vuelven, que se van sin olvidar.  Esa compleja manera de ser parte y no serlo a la vez, de estar constituido por tantas capas culturales con fronteras que cuesta identificar.  Por eso cuando cita a Maalouf, dice que él “se considera a sí mismo el conjunto de varias identidades que hacen convivir su ser libanés, árabe, francés y cristiano.  Surgen así variadas formas identitarias que confluyen en la vida cotidiana, en la casa, en el templo, en la conversación, en el trabajo, en la escuela, en el teatro o en el cine” (p. 155). 

Pero Carlos saca provecho de la diversidad interna, no se angustia, no se pierde, no se diluye; libera y se libera a partir de sus propias tradiciones: “Hay que tener cuando menos dos mundos porque, de lo contrario, se corre el riesgo de quedar encarcelado en uno de ellos” (p. 151).  Y por eso de alguna manera la reflexión del autor no se queda en la experiencia personal, sino que dibuja una situación propia de estos tiempos, que en su caso son dos países pero que si alargamos el sentimiento y tomamos en serio la idea de “cuando menos dos mundos”, podemos ponerle mutiplicidad de contenidos.  El juego de las identidades, de la amplia gama de pertenencias se hace más complejo, desde la profesión hasta la sexualidad.

Comentario aparte merece la propuesta visual.  No pasa página sin una fotografía que, igual que el texto, muestra tanto el exterior como el interior.  Siempre he pensado que la foto es una manera de desnudar el alma; aquí cada imagen lo comprueba.  No se trata de un trofeo turístico, sino de un encuentro entre la memoria y la imagen, entre la palabra del abuelo y la vista del nieto. 

En las últimas páginas, el autor narra el encuentro con la familia de donde provenía el abuelo, la casa donde vivió y de donde partió hacia México.  El momento es conmovedor:

“Por arte de magia, la gente del pueblo se entera de mi llegada y corre la voz porque sigue congregándose.  La veintena de personas que se han arremolinado en una de las terrazas encuentra la forma para dirigirse a mí con palabras en cualquier idioma, volviendo siempre al árabe.  Los nombres comienzan a fluir y se contradicen entre ellos, pero finalmente se dirigen a mí: Salem, tu abuelo, fue el mayor; después Youssef, luego Suleimán, Abdallah y, finalmente, Yamal, la única mujer.  Entiendo por qué se dice que en ninguna otra parte sobrevive la antigua tradición de la hospitalidad oriental como en Líbano.  Las palabras salen atropelladamente; los más viejos me tocan, me oprimen ambas manos, me besan con júbilo en las mejillas, me ofrecen uvas y hay quien me las lleva a la boca.  Me dirigen algunos reclamos con ternura porque muy pocos de la familia han visitado a esa extensa parentela.  Recuerdan al tío Nazario y a la tía Bertha Jazmín, porque vivieron y conocieron a muchos de los que ahora han muerto.  Su calidez se expresa desordenadamente, sin concierto.  Traen más café y racimos de uvas que van siendo depositados sobre la mesa; las hay blancas, rosadas, oscuras y apenas es un muestrario de las veintiún categorías entre otras amarillas, las redondas o alargadas, con o sin semillas” (p. 196).

Los cariños recibidos salpican la lectura.  El viaje entero también invita a recorrer mi propia manera de ser migrante, y de volver a mi tierra –Bolivia- de tiempo en tiempo, repasando las emociones una y otra vez, sorprendiéndome en cada ocasión como si fuera nueva.  Por eso el texto de Martínez Assad es intenso.  No es un libro de una aventura en medio oriente, sino una invitación a la intimidad, a mirarse para adentro.

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