Coral Nova. 40 años entre melodías y recuerdos
Mi sorpresa fue mayor.
Me habían dicho que para ingresar a la Coral Nova se tenía que pasar un
examen. No me preocupaba tanto cuán
afinado era mi oído pues desde niño estaba acostumbrado a cantar y tocar
guitarra en casa, lo que sí me generaba expectativa era, por un lado, la prueba
del ritmo, y por otro, cuál era mi tipo de voz.
Si mal no recuerdo, apenas corrían mis 16 años –iba a ser uno de los
miembros más jóvenes de la Coral-, las tensiones de la adolescencia me
habitaban y todavía no estaba claro si ya mi voz había cambiado o no. Esperé el veredicto con relativa angustia,
para mí existían dos posibilidades: o tenía voz de varón (tenor, barítono o
bajo) –opción redentora-, o todavía tendría que cantar como soprano o, en el
mejor de los casos, contra alto –opción dramática-. No recuerdo quién me informó del resultado,
pero no pudo ser más oportuno: ¡era –y soy- barítono! Mi ingreso a la Coral fue sin duda una
afirmación de masculinidad en un momento en el cual esos guiños del cuerpo son
invalorables.
Pero después vino lo mejor.
Complementé mi disfrute cotidiano de la música que caracterizaba las
guitarreadas de la familia con un acercamiento más riguroso y ordenado. Primero –ya lo anunciaba- descubrí los
distintos tipos de voz y supe diferenciarlas.
Vi partituras y aprendí a leerlas, supe del solfeo, de la conexión entre
las cuerdas vocales y el cerebro. Tuve
intensas jornadas de apreciación musical intentando diferenciar las voces, los
instrumentos, los ritmos. En una pequeña
sala del Conservatorio Nacional, en la Aspiazu y la Av. 6 de Agosto, pasé muchas
noches repitiendo canciones, aprendiendo la parte que a mí me correspondía,
escuchando con atención la de los demás y disfrutando del conjunto.
Recuerdo que la recepción no pudo ser mejor; cuando entré,
la Coral venía preparando el Réquiem
de Mozart, así que me sumergí en la obra cúspide del compositor austriaco. Recorrí cada uno de sus episodios, me detuve
en el “Kyrie eleison”, en “Dies irae”, supe de la diferencia de la
pronunciación alemana o inglesa, me familiaricé con el latín y entendí mejor
las referencias religiosas del siglo XVIII y su matrimonio con la producción
artística. Pero a la vez empezamos a
ensayar con la Orquesta Sinfónica, conocí a músicos e instrumentos que antes
eran mitológicos. Acaricié un violín, un
chelo, sentí un timbal. Los responsables
de tocarlos no eran enigmáticos y elegantes personajes vestidos de negro sino
seres normales con especial maestría en los dedos. Y un día, llegó el concierto. Por primera vez iba a estar del otro lado del
escenario, dejaba de ser público. Se
levantó el telón y cuando el mundo de miradas inundaba, entró el director, y
comprendí por qué estaba ahí. Supe que
era necesario que, por más de que cada uno conociera su partitura, era indispensable
que alguien las vincule, las organice, haga de ese colectivo un cuerpo, un
todo. La batuta dejó de ser un
misterio, se convirtió en una luz, en una linterna de melodías. Sentí ser un color dibujado en un lienzo por
el pincel, supe que la combinación con los demás colores hacía el cuadro. De ahí hasta hoy mi relación con la música es
diferente.
Dejé la Coral cuando salí del país para empezar mis estudios
universitarios, y desde entonces me he preguntado qué me dejó mi paso por
ella. Seguramente mi experiencia fue
similar a la de cientos de personas para las cuales la Coral Nova les brindó la
oportunidad de penetrar en el mundo de la música y aprender a escuchar de otra manera. La Coral ha sido una puerta abierta para
quienes tengan interés musical, su generosidad radica precisamente en abrir las
puertas, recibir e invitar. Además, las
iniciativas que ha tenido han sido especialmente pertinentes; ha sabido
combinar lo clásico con lo nacional, lo folklórico con lo moderno. Una rápida revisión de la amplia discografía
da cuenta de la apertura. El principal
hilo conductor parece ser la pasión por la música.
En Bolivia es difícil que los proyectos culturales cumplan
tantos años. Es sintomático cómo, por
ejemplo, las revistas independientes suelen no pasar de los primeros
números. La Coral supo sortear las
dificultades. Por supuesto que este
proyecto no hubiera sido posible sin la obstinada pasión de Ramiro Soriano cuya
batuta no sólo brilló en el escenario, sino en el proyecto mismo. Felicidades a él, y también a todos los
demás, a los que se involucraron por períodos, a quienes unieron sus voces y
voluntades en distintos momentos. Los cuarenta
años de la Coral hablan bien de nosotros como sociedad y nuestras posibilidades
de mirar adelante y entonar una misma canción.
Enhorabuena.
(Publicado en suplemento Ideas de Página Siete, 27-01-2013)
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