Esa tempestad que llamamos progreso
Francois
Schuiten ofrece una nueva reflexión crítica de la modernidad avorazada. La
Douce, titula el cómic publicado en abril del 2012 (Ed. Casterman). El autor cuenta la historia de Leon Van Bel,
maquinista de la locomotora modelo 12004 que, por cierto, es mucho más que una
ficción: tal maquinaria fue creada en los años 30, cuando se instaló la idea de
la renovación de los medios de transporte –automóviles, aviones, barcos y
trenes- haciéndolos más aerodinámicos y veloces; la locomotora fue una
innovación para su tiempo pues alcanzaba velocidades extraordinarias (hasta 165
Km/h), revolucionando el uso del vapor y compitiendo con la electricidad que se
posesionaba como la fuente energética emergente.
Van
Bel encarna las tensiones de un tiempo de transición. El maquinista fusiona máquina con conductor,
tiene mucho más que un trabajo, lo suyo es una pasión por “su doce”, la conoce en detalle, controla
las temperaturas y velocidades a la perfección.
Pero su oficio es amenazado por la emergencia del tren eléctrico que
requiere otro tipo de conductor con nuevos saberes y competencias; sus colegas
ya no entienden la relación entre el calor y la potencia, sólo miran
indicadores electrónicos, no se ensucian las manos, sus rostros no reflejan los
dejos negros del carbón.
Pero
lo que amenaza todavía más a la industria ferrocarrilera en su conjunto es la
instalación del teleférico como medio de transporte de referencia. Las discusiones con sus colegas devienen
insoportables, ante su terquedad en la defensa del tren, le observan: “Pero Van
Bel, es el mundo moderno de la tracción, todo va a cambiar ahora, vamos a poder
trabajar correctamente, más confortablemente, tú te aferras al pasado…”. La discusión en una cantina no hace más que
reflejar una política de modernización global, rápidamente las líneas y las
locomotoras van quedando en desuso, los maquinistas son despedidos o
jubilados. Una época empieza a
imponerse. Por supuesto que La Doce y su conductor correrán la misma
suerte.
Van
Bel decide sublevarse y resistir al
“progreso”. Convence a un puñado de
inconformes de robarse la locomotora, convierte su casa de dos pisos en un gran
galpón y construyen un riel para transportar y resguardar a La Doce.
Aunque su iniciativa tiene relativo éxito, finalmente son descubiertos,
él es acusado de robo y enviado a prisión.
Cuando
sale de la cárcel, el teleférico se impuso como un nuevo paradigma de
transporte y modernidad. Se acude a él
para todos los desplazamientos, surgen ciudades donde prima lo aéreo, y para
solventar la energía eléctrica requerida se construyen enormes represas
inundando campos y dejando a las poblaciones antiguas entre las aguas. Sólo existen montañas, lagos, islas y
cables. Van Bel, desolado, viejo y
enfermo, emprende un viaje de retorno en búsqueda de La Doce. Se encuentra en el
camino con Elya, una bella, joven y muda mujer a la que antes había salvado de
una violación por parte de sus antiguos camaradas que se convierte en su compañera
de nostalgias y desafíos. Se inicia una
nueva travesía, esta vez hacia el cementerio de trenes, escondido en algún
lugar que deberán descubrir.
En
el cementerio encuentran sólo locomotoras y vagones oxidados en medio del
agua. Su búsqueda no termina, su
esperanza sigue intacta pero La Doce
aparece únicamente en sueños. Una mañana
Elya lo sorprende, lo guía a un campo y le enseña la vieja y añorada máquina en
funcionamiento. Van Bel descubre que ella
es una excelente conductora, razón de más para dejarle su herencia y dejarse
morir.
Schuiten
nos conduce, como lo hace en múltiples ocasiones, por la crítica del proyecto
de modernidad a ultranza que aplana todo a su paso, esa homogenización
destructiva, la ilusión moderna que bien desglosa Marshall Berman en la y que
Benjamín la denunció tempranamente: aquella “tempestad que llamamos progreso”.
(Publicado en suplemento Ideas de Página Siete , 12-05-2013)
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