Vida de ciudad

1  Jazz íntimo

       Marjorie Eliot lleva veinte años recibiendo a quien quiere visitarla en su pequeño departamento en Harlem los domingos en la tarde para tocar y escuchar jazz. La cita es puntual, a las tres y media. El espacio que toda la semana es su cotidianidad, ahora se convierte en escenario. En la sala y el comedor se recorren todos los muebles y se ponen sillas plegables. La cocina, el pasillo y cada rincón tiene un lugar dónde sentarse.

Cuando llegamos, la música ya empezó, se la escucha desde las gradas exteriores. Casi no podemos entrar, hay gente hasta en el pasillo. Con dificultad paso a mis hijas hacia adelante y yo me quedo parado, beneficiado por mi altura sólo logro ver al saxofonista, mientras escucho el piano, la trompeta y el bajo que suenan desde algún lugar de la casa. La música invade todo, por dentro y fuera. Con la poca luz, empiezo a observar las fotos, recortes de periódico y afiches que Marjorie tiene colgados en las paredes. Todos giran alrededor del jazz, la música y su historia.

Marjorie perdió dos de sus hijos. Uno de ellos se fue en domingo hace más de veinte años, y desde entonces, para que ese día no se le hiciera tan triste, llena su departamento de música y gente. En el intermedio deja su piano, se abre paso entre el mundo de personas y llega con dificultad a su cocina. Con una sonrisa encantadora que no disimula su dolor, la jazzista afroamericana, toma una charola llena de barritas de granola que las ofrece a los asistentes. Sólo se le escucha: "gracias por venir".

2     Candados en el puente de Brooklyn

De distintas maneras, quienes visitan centros turísticos han buscado guardar el registro de su paso, sea escribiendo con un plumón algo como “por aquí pasó tal”, hasta retratándose en ellos llevándose a casa el “trofeo fotográfico” del que hablaba Susan Sontag.  Pero ahora, en la era en que la imagen es tan fugaz como eficaz y que segundos después de ser tomada puede aparecer en cualquier red de internet, parece que no faltan quienes establecen otra relación más material y concreta con el lugar.  


Eso parecen indicar los candados colgados en algunos de los cables de metal del Puente de Brooklyn; los tamaños y formas son múltiples, lo único que los asemeja es la fecha y el nombre inscritos en cada uno de ellos; se dice que luego de cerrarlos, se debe tirar la llave al río para asegurar que así se quedarán por siempre.  El candado -con toda la carga simbólica que implica- parece pretender abonar a la ilusión de perpetuar el momento ahí vivido; una especie de vínculo eficaz que supere la circunstancia y permita un anclaje en la memoria y en el tiempo del instante en que se lo cerró. Un pacto de eternidad.  Cuando en el mundo prima lo líquido –como sugiere Bauman-, lo efímero, lo abstracto, parece que en algún lugar de la conciencia todavía se siente la necesidad de estar ligado a lo sólido mediante algo tan material y brutal como un invento del Siglo XVII, que impida el acceso de algún intruso, que nos proteja y nos asegure trascendencia. 

(Publicado en El Desacuerdo N. 19, junio 2014)


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