Vida de ciudad "Cine de domingo"

Hugo José Suárez


Soy obsesivamente escéptico de las ofertas fáciles del mercado.Pero cuando llega mi hija de siete años con una invitación de su escuela para canjearla por cuatro pases para una película en el cine, no puedo decir que no. Me extrañan algunos datos que no alcanzo a comprender: es para cuatro (dos adultos y dos niños) y en la letra menuda en negrillas dice que los menores deben ir acompañados de sus padres e identificarse en la entrada. Las otras letras son demasiado pequeñas, hago un esfuerzo, pero no alcanzo a leerlas.El caso es que cuando entramos a la sala -mi esposa y mis dos hijas- un simpático señor con acento argentino y un micrófono pegado en la cabeza dice al público: "¿les puedo hacer un anuncio? Sólo durará unos minutos. Esta es una publicidad hablada, aquí no tendrán que ver comerciales antes de la película". Comienza su relato que durará más de cuarenta minutos. Se presenta, dice que trabaja para las famosas revistas Time-Life y empieza a promover un producto maravilloso que promete que los niños aprenderán inglés sin ningún esfuerzo, sin clases, sin “libros aburridos” ni profesores, sólo conectándose a la computadora, jugando videojuegos y comprando el CD. Pone ejemplos maravillosos sobre el mercado laboral y las ventajas comparativas de un angloparlante, asegura que con su método cualquier niño podrá llegar a la Universidad de Cambrige y que encontrará trabajo a la vuelta de la esquina. Da datos "oficiales" -cita al Instituto Nacional de Estadística- respecto de lo poco que saben inglés los mexicanos -menos del 3%, asegura-, razón por la cual estamos tan mal. Informa que en todas las universidades de México piden, por ley -y cita al Instituto de Estadística nuevamente, no sé a qué santo-, al menos un 80% de comprensión de inglés para poder graduarse. "Es una ley nacional", asegura.  


Contrariado por escuchar tanta tontería junta, pero sobre todo porque yo fui al cine y no a una conferencia sobre las bondades del inglés y la mediocridad lingüística mexicana, lo interrumpo y le digo primero que no queremos escucharlo, queremos ver la película, y segundo que lo que está diciendo es una mentira, al menos en el caso de la UNAM donde el tratamiento de las lenguas extranjeras obedece a otros parámetros.  Entre tanto, mis hijas, que acaban de aprender inglés luego de un año vivido en Nueva York y que saben muy bien el esfuerzo que implica, no hacen más que reírse del parlamento del caballero de negro que tienen al frente, mientras juegan en mi iphone. Cuando hablo, algunos del público me quieren callar -"déjelo terminar", me dicen-, otros simplemente se quedan callados. Parece que nadie se molesta como yo por la trampa que nos tendieron. Ahora comprendo por qué regalaron las entradas, por qué querían que vayamos los padres y por qué la letra menuda era ilegible de tan pequeña.

El vendedor en cuestión dice que le estoy faltando al respeto, que no lo dejo hacer su trabajo. Cuando termina, se me acerca y continúa con la cantaleta de la falta del respeto e intercambiamos una serie de palabras, me dice que no tengo ni educación ni clase. Le digo otra serie de cosas, guardando la compostura por mis hijas y el ambiente familiar que nos rodea, pero queda claro que las palabras estaban convocando a los golpes.

La cosa es que termina el intercambio, luego de cuarenta minutos de haber escuchado sandeces, y empieza la proyección que me permite distraerme y casi olvidar al ilustre promotor del inglés. Al final me pregunto si es mejor tener una "publicidad hablada" o tragarme las fantasías de la Coca-Cola antes de una película. Tengo dudas. Por lo pronto, prefiero ver Netflix en casa.

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