Netflix
Hugo José Suárez
No me gusta la televisión. De hecho la he
evitado desde hace mucho tiempo, y ahora de plano ya no tengo el aparato en
casa. Cada que me toca ver algún fragmento, normalmente en los consultorios o
salas de espera, me convenzo de haber tomado la decisión correcta. Mi distancia
con la caja mágica se acentuó cuando vine a vivir a México y sentí mi
inteligencia ofendida cada que caía en cualquier programa de Televisa o TV
Azteca, acaso la basura mediática más lograda.
El caso es que luego de un tiempo
de resistencia, decidí suscribirme a Netflix, y ahora soy un consumidor
compulsivo de sus series. No veo tele, veo Netflix en mi dispositivo
electrónico. Lo que me llama la atención es el lugar que ha ocupado esta forma
de consumo de imágenes y cómo ha transformado tantas cosas.
Vamos por partes. En estos
tiempos de individualización, donde cada uno decide contenidos y momentos para
consumo mediático, Netflix permite no estar obligado a tener que esperar un
episodio a la hora que el programador lo decida, sino más bien cuando uno pueda
hacerlo. Así, no pasa nada si un día no pudiste ver un capítulo, o si se te
atravesó algo; ya habrá ocasión para retomar la historia.
De hecho una de las razones por
las que no seguía una serie completa en cualquier canal, era por la dificultad
de obligarme a estar frente a la pantalla a una determinada hora. Eso se acabó.
Recuerdo que cuando era niño se transmitía la serie americana Dallas, y todos
sabían en qué estado estaba el famoso personaje “Jr.”. Lo propio con
telenovelas como Rosa de Lejos. Es más, el día en que iban a transmitir el
último capítulo fue casi un feriado nacional. Hoy, ese escenario es imposible.
Con mis amigos cercanos comentamos las distintas series vistas pero uno va
empezando, el otro al medio, y el otro ya la terminó.
Cada cual a su ritmo, lo que no
impide que podamos discutir e intercambiar opiniones.
Por otro lado, hay que decir que
las telenovelas mexicanas prisioneras de los intereses de Televisa son de tan
mala calidad que da vergüenza ajena. La simple comparación con cualquier
programa en Netflix es notable en todos los aspectos: actuación, libreto,
escenario, ritmo, contenido y un largo etcétera.
En mi tableta he visto historias
que me han llevado a las emociones, a las lágrimas o la rabia, al miedo o la
risa, a la razón o al entretenimiento, además con un agudo sentido crítico de
la realidad. Por ejemplo, la crudeza de la política nunca fue tan bien
presentada como en House of Cards, los límites de la tecnología en la vida
diaria se los expone en Black Mirror, la transformación de un tipo ordinario en
un magnífico dealer está en Breaking Bad.
Llama la atención que lo que puso
en jaque al monopolio televisivo en México no fueron los esfuerzos de canales
culturales o de producciones alternativas de la izquierda, sino una empresa
norteamericana que simplemente puso la calidad por delante y entendió que el
espectador es alguien medianamente inteligente que quiere ver en la pantalla
historias que le hablen de la vida diaria sin matices cursis. Por último, es
extraña la manera cómo Netflix se ha introducido a la vida marital. Antes,
coordinar con la pareja para sentarse frente a la televisión en el mismo
momento a ver una novela por más de una semana consecutiva era motivo de
pleito. Hoy la negociación es más fluida, los tiempos se equiparan con más
facilidad, todo se resuelve en la cama con una pequeña pantalla sin mediación
alguna. Varios de mis amigos han hecho del momento de ver Netflix el espacio de
encuentro de pareja, más importante que ir a pasear al parque.
No faltará quién con legítima
suspicacia piense que Netflix me pagó esta columna. No es el caso
–lamentablemente casi no cobro por lo que escribo-. Lo cierto es que Netflix ya
se instaló en nuestras vidas –al menos en la mía- y, la verdad, estoy feliz
enredado en su telaraña. Más adelante comentaré algunas historias que me llamaron
la atención; ahora dejo estas letras, me espera una nueva temporada de mi serie
favorita
Publicado en
diario El Deber
Comentarios