Mi biblioteca



Hugo José Suárez

Los intelectuales latinoamericanos tenemos una relación perversa con los libros. Crecí al abrigo de una biblioteca familiar nutrida y generosa que contrastaba con la pobreza de la calidad y cantidad de libros que había en algún estante perdido de mi colegio -jesuita pero extrañamente negado a la lectura que sólo valoraba el deporte y la química- o en el empolvado y descuidado espacio donde el municipio albergaba algún título. La impronta estaba clara: tenía que hacer mi propia biblioteca, y así fue.

Empecé a estudiar sociología en México a finales de los ochenta. Mi condición económica no me daba para adquirir los libros que necesitaba, por lo que constantemente acudía a las fotocopias y sólo en ocasiones especiales podía comprarme un impreso. Mal que bien, entre materiales que de distintas maneras llegaron a mi departamento -desde herencias hasta regalos- armé una biblioteca personal.

Cuando acabé mis estudios tenía que volver a Bolivia, y todos mis enseres debían entrar en dos maletas. Recuerdo -y mi columna me lo refrenda constantemente- que mi equipaje de mano pesaba como 20 kilos de puros libros, e intentaba cargarlo sin inclinar el cuerpo para que no se notara el peso al transitar los interminables pasillos del aeropuerto (años antes de la era de las rueditas en los maletines).

Ese tipo de episodios los viví en varios de mis traslados, sean migraciones internacionales o cambios de departamento. La pregunta siempre fue qué hacer con mis libros, cómo transportarlos y dónde acomodarlos. Antes de partir a México por segunda vez hace una década, habida cuenta que me iba con toda mi familia, tuve que seleccionar muy estrictamente qué me podía llevar. Todo lo demás quedó en cajas en un depósito en casa de mi madre. Cada vacación que vuelvo a La Paz, abro con nostalgia la puerta del cuartito donde están apiladas las hojas de hojas que alguna vez leí -y trasladé- y que ahora sólo esperan que, algún día, puedan encontrar un estante a la mano. Ya casi ni recuerdo todos los títulos que ahí me esperan.

El caso es que actualmente tengo tres bibliotecas. La primera es la de la bodega paceña. La segunda se ubica en mi casa en el campo, mantiene relativo orden pero la humedad destroza lentamente las hojas. La tercera, más a la mano, me rodea en mi escritorio en la UNAM.

Tener libros -y ser fetichista con ellos como es mi caso- se ha convertido en un karma. Mis bibliotecas no siempre son funcionales, me ha pasado más de una vez que busqué un texto con la certeza de que por ahí estaba sin que aparezca hasta meses después de haberlo necesitado; o peor, comprar un título que ya tenía.

El otro problema es dónde colocarlos y cómo ordenarlos. Un tiempo atrás un colega me llevó a su biblioteca y sufrí una envidia sincera: todos sus volúmenes estaban registrados en su computadora y cada texto acomodado en una construcción ad hoc al fondo de su casa, en dos pisos de madera elegante y un escritorio iluminado. Me presumió -en buena forma-: nos sentamos en su computadora, escribió mi nombre en un programa de computación, me dijo cuántos libros míos tenía y me indicó exactamente dónde estaban. Un sueño.

En mi caso, los libros me comen, intento tenerlos más o menos ordenados pero no siempre lo logro. Mis bibliotecas me sirven en el momento en que estoy trabajando algún tema particular, pero el espacio que ocupan y los kilos que representan -cargados en algún momento de mi vida-, no sé si valen la pena. Y ni les cuento cuando pienso en la utilidad en el futuro de tanto papel, ¿eso les heredaré a mis hijas? Envidio a mis colegas que viven cerca de fabulosas bibliotecas, acostumbrados a traer y llevar textos sin tener que poseerlos, reservando su espacio personal o profesional sólo para unos cuantos y muy selectos documentos.


Pero bueno, mal que bien, soy de la generación del papel. Con el mismo angustioso placer con el que como chicharrón pensando en el colesterol, compro libros cada que puedo, voy a mi casa, los abro, los huelo, leo partes, y luego no sé dónde ponerlos. No tengo más que escribir mis tensiones, finalmente para eso están las letras. 

Publicado en el Deber 11/02/2018

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