Tres fotos para la portada de un libro
Hugo José Suárez
Estoy en un dilema: tengo
que elegir la portada del nuevo libro que estoy publicado en el Instituto de
Investigaciones Sociales de la UNAM. Esta es la última parte del largo proceso
de edición que puede durar entre dos o tres años, así que cuando llega el
momento, es una gozosa culminación, la cereza del pastel.
El documento en cuestión es un trabajo
colectivo resultado de un coloquio que organicé en el 2015 sobre Bolivia y sus
transformaciones actuales. Se llama ¿Todo cambia? Reflexiones sobre el ‘proceso
de cambio’ en Bolivia y consta de 15 capítulos de académicos de distintos
lugares. La idea del evento fue discutir qué estaba sucediendo en el país, o
cuál era la profundidad y sentido de las mutaciones del Gobierno de Evo
Morales. Pero tres premisas eran ineludibles: primero no se trataba de hablar
desde una trinchera que incite a ver todo en blanco y negro; segundo, se debía
evitar la especulación -por más lúcida y deslumbrante que se presente- y dar
paso a la información empírica recolectada de manera sistemática e
intencionada; tercero enfocarse más en los procesos culturales, las
subjetividades, la vida cotidiana, en lugar de la economía o la política que
normalmente acaparan todos los reflectores.
El resultado fue el texto evocado, que luego
de la dictaminación y edición -propios de la academia mexicana-, pronto
-espero- saldrá a la luz (y ojalá que en Bolivia lo podamos compartir en la
próxima Feria del Libro, perdón por la publicidad).
Decía que estoy en el
momento de decidir la portada. En todos los libros que he publicado hasta
ahora, he intentado darle a la fachada un toque especial, un sello personal.
Normalmente, me gusta una foto limpia -o con muy poco retoque- que inunde todos
los contornos, que se tome todo el espacio y cuyo contenido sea en sí mismo
impactante, que atrape. Uno de los comentarios más elogiosos que recibí alguna
vez fue el de una estudiante que me dijo que había comprado mi libro El sentido
y el método -lamentablemente agotado- por la belleza de su tapa, y que después
se había introducido en el contenido (que por suerte, me dijo, estaba a la
altura).
Estoy entre tres posibilidades -que compartí
en mi muro de Facebook, gracias a todos quienes se inclinaron por alguna
opción-: Primero, una cholita tomándose una selfi en la plaza Murillo. Su
chompa es azul fuerte y su pollera elegante color perla, zapatos beige oscuro
dentro del mismo estilo completamente a la moda. No porta sombrero ni manta,
pero sí aretes dorados y una discreta cadena. Sostiene con su derecha el
selfie-stick, y mira fijamente a su celular. Al fondo están petrificadas las
estatuas en la plaza Murillo, el centro del poder político en Bolivia.
En la segunda foto, aparece
a la izquierda una empleada doméstica de espaldas en San Miguel, dos trenzas
gruesas caen por sus hombros, su pollera guinda es delgada, pareciera valluna y
tiene sandalias sin medias nailon. Con sus manos sostiene una chamarra amarilla
que todo indica que no es suya. En la parte derecha de la imagen, en la puerta
blanca de un garaje está grafiteado un minions con uniforme de sirvienta
inglesa del siglo XIX: vestido negro con encajes y moños elegantes, pequeño
delantal claro, lazo blanco en la cabeza y plumero rosado. Sin duda que el
vaivén de significados es contundente.
La tercera es un camión
viejo, azul, delante del condominio Wiphala cuyos edificios tienen enormes
murales de Mamani Mamani. También representa muchas cosas, transporte antiguo y
funcional de trabajo de la construcción en primer plano (además, azul, lo que
no es un detalle), y de fondo el multifamiliar estrella en El Alto cuyos
murales fueron responsabilidad del artista del Estado por excelencia.
Las tres fotos podrían
quedar, todas dibujan, argumentan y explican el contenido del libro desde lo
visual. Ya les contaré cuál fue la elegida.
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